Sunday, March 30, 2008

HENRY DUNANT






Henri Dunant
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Henry Dunant o Henri Dunant (Ginebra, 8 de mayo de 1828; Heiden, Suiza, 30 de octubre de 1910) fue un hombre de negocios y activista social suizo. Durante un viaje de negocios en 1859, fue testigo de las secuelas de la batalla de Solferino en la Italia de la época. Escribió sus memorias y experiencias en el libro "Un recuerdo de Solferino" que fue la inspiración para crear la Cruz Roja Internacional. En 1864 la Convención de Ginebra se basó en las ideas de Dunant y, en 1901, recibió el primer Premio Nobel de la Paz junto con Frédéric Passy.
Primeros años y educación
Dunant nació en Ginebra (Suiza), primogénito del hombre de negocios Jean-Jacques Dunant y su esposa Antoinette Dunant-Colladon. Su familia era muy devota del Calvinismo y tenía gran influencia en la sociedad ginebrina. Sus padres enfatizaron el valor del trabajo social, y su padre era muy activo ayudando a huérfanos y presos liberados, mientras que su madre trabajaba con los enfermos y los pobres. Muy influyente en el joven Dunant fue una visita a Toulon donde vio el sufrimiento de los presos.
Dunant creció en el período del despertar religioso conocido como el Réveil, y a los dieciocho años se unió a la Sociedad Ginebrina de las Almas. Al año siguiente, junto a unos amigos, fundó la llamada "Asociación del Jueves", un grupo de jóvenes que se reunían para estudiar la Biblia y ayudar a los pobres, y pasó mucho de su tiempo libre ocupado en visitas a la prisión y trabajo social. El 30 de noviembre de 1852 fundó el capítulo ginebrino de la Militó en su juventud en movimientos cristianos. En 1855 propició la "Asociación Cristiana de Hombres Jóvenes" (YMCA), y tres años más tarde intervino en la reunión de París dedicada a la fundación de su organización internacional.
A los veinticuatro años, se le obligó a dejar el Collège Calvin por sus malas notas, y empezó como aprendiz en la firma de cambio de moneda Lullin und Sautter. Después de que concluyera favorablemente, permaneció como empleado del banco.
Argelia
En 1853, Dunant visitó Argelia, Túnez, y Sicilia, por encargo de una compañía dedicada a las "colonias de Setif" (Compagnie genevoise des Colonies de Sétif). A pesar de su escasa experiencia, cumplió con éxito su misión. Inspirado por el viaje, escribió su primer libro con el título "Relato de la Regencia en Túnez" (Notice sur la Régence de Tunis), publicado en 1858.
En 1856, creó un negocio para actuar en las colonias extranjeras, y después, habiendo recibido una concesión de tierras en la Argelia ocupada por los franceses, una compañía de cultivo y comercio del maíz llamada "Compañía financiera e industrial de los Molinos de Mons-Djémila" (Société financière et industrielle des Moulins des Mons-Djémila). Sin embargo, la tierra y los derechos sobre el agua no se asignaron claramente, y las autoridades coloniales no cooperaron mucho. Como resultado, Dunant decidió apelar directamente al emperador francés Napoleón III, que estaba con su ejército en Lombardía en aquella época. Francia estaba luchando junto al Piamonte-Cerdeña contra Austria, que ocupaba gran parte de Italia. Los cuarteles de Napoleón estaban ubicados en la pequeña ciudad de Solferino. Dunant escribió un libro en alabanza a Napoleón III con la intención de presentárselo al emperador, y entonces viajó a Solferino para encontrarse con él en persona.
Batalla de Solferino
Dunant llegó a Solferino en la tarde del 24 de junio de 1859, el mismo día en que tuvo lugar una batalla entre los ejércitos austriaco y franco-piamontés que combatían en la guerra italiana. 38.000 heridos, agonizantes o muertos permanecían en el campo de batalla, y había pocos intentos para ayudarlos. Impresionado, el propio Dunant tomó la iniciativa de organizar a la población civil, especialmente las mujeres y las chicas jóvenes, para proporcionar asistencia a los soldados heridos y enfermos. Carecían de suficientes materiales y el propio Dunant organizó la compra de lo que se necesitaba y ayudó a levantar hospitales de campaña. Convenció a la población para que atendiese a los heridos sin fijarse en qué bando del conflicto estaban por el lema "Tutti fratelli" (Todos son hermanos) acuñado por las mujeres de la cercana ciudad de Castiglione del Stiviere (Provincia de Mantua). Tuvo éxito igualmente para conseguir la liberación de médicos austríacos capturados por los franceses.
La Cruz Roja
Al regresar a Ginebra a principios de julio, Dunant decidió escribir un libro sobre sus experiencias, que tituló "Un Souvenir de Solferino" (Un souvenir de Solferino). Se publicó en 1862 en una edición de mil seiscientas copias y se imprimió a costa del propio Dunant. En el libro, describió la batalla, sus costes, y las caóticas circunstancias que la siguieron. También desarrolló la idea de que en el futuro una organización neutral debería existir para proporcionar cuidados a los soldados heridos. Distribuyó el libro a muchos líderes políticos y figuras militares en Europa.


Dibujo de los cinco fundadores del Comité Internacional.
Dunant comenzó a viajar por toda Europa promocionando sus ideas. Su libro fue recibido positivamente, y el Presidente de la Sociedad Ginebrina para el Bienestar Público, el jurista Gustave Moynier, hizo del libro y sus sugerencias el tema de la reunión de 9 de febrero de 1863. Las recomendaciones de Dunant se examinaron y se valoraron positivamente por los miembros. Ellos crearon un comité de cinco personas para investigar más la posibilidad de llevarlo a cabo e hicieron de Dunant uno de sus miembros. Los otros fueron Moynier, el general del ejército suizo Henri Dufour, y los médicos Louis Appia y Théodore Maunoir. Su primera reunión el 17 de febrero de 1863 se considera hoy en día la fecha de fundación del Comité Internacional de la Cruz Roja.
Desde el principio, Moynier y Dunant tuvieron discrepancias y desacuerdos en relación con sus respectivas visiones y planes. Moynier consideraba la idea de Dunant de establecer protecciones neutrales para los cuidadores imposible de realizar y advertía a Dunant en que no insistiera en este concepto. Sin embargo, Dunant continuó defendiendo su posición en sus viaes y conversaciones con políticos de alto rango y militares. Esto intensificó su conflicto personal entre Moynier, que abordó el proyecto de manera bastante pragmática, y Dunant, que era el idealista visionario entre los cinco, y llevaron a que Moynier atacara a Dunant por el liderazgo.
En octubre de 1863, catorce estados participaron en una reunión en Ginebra organizada por el comité para discutir la mejora del cuidado a los soldados heridos. El propio Dunant, sin embargo, fue sólo un líder por protocolo, debido a los esfuerzos de Moynier por disminuir su participación. Un año más tarde, una conferencia diplomática organizada por el Parlamento Suizo llevó a la firma de la primera Convención de Ginebra por doce estados. Dunant, de nuevo, se ocupó sólo de organizar el alojamiento de los asistentes.
Período de olvido
Los negocios de Dunant en Argelia habían sufrido, en parte por su devoción hacia sus ideas. En abril de 1867, la bancarrota de la firma comercial Crédit Genevois llevó a un escándalo que lo involucró. Se vio forzado a declararse en bancarrota y fue condenado por el Tribunal Mercantil de Ginebra el 17 de agosto de 1868 por prácticas engañosas en la bancarrota. Debido a sus inversiones en la firma, su familia y muchos de sus amigos se vieron profundamente afectados por la caída de la compañía. La protesta social en Ginebra, una ciudad de hondas tradiciones calvinistas, también le llevaron a separarse del Comité Internacional. El 25 de agosto de 1867, dimitió como Secretario y el 8 de septiembre se le apartó totalmente del Comité. Moynier, que había devenido Presidente del Comité en 1864, interpretó un protagonista en su expulsión.
En febrero de 1868, su madre murió. Más tarde ese año fue también expulsado del YMCA. En marzo de 1867 abandonó su ciudad natal, a la que no volvería nunca más. Los años siguientes, lo más probable es que Moynier usase su influencia para asegurarse de que Dunant no recibiera ayuda de sus amigos. Por ejemplo, el premio medalla de oro de Ciencias Morales en la Exposición Universal de París, no se le dio a Dunant, como estaba planeado, sino a Moynier, Dufour y Dunant todos juntos de tal manera que el dinero del premio sólo fuera al Comité en su conjunto. La oferta de napoleón III de hacerse cargo de la mitad de las deudas de Dunant si los amigos de Dunant le asegurasen la otra mitad fue también frustrada por los esfuerzos de Moynier.
Dunant se trasladó a París, donde vivió en condiciones miserables. Sin embargo, continuó con sus ideas y planes humanitarios. Durante la guerra franco-prusiana (1870-1871), fundó la "Sociedad de Socorro Mutuo" (Allgemeine Fürsorgegesellschaft) y pronto la "Alianza Común para el Orden y la Civilización" (Allgemeine Allianz für Ordnung und Zivilisation). Propugnó negociaciones de desarme y la creación de un tribunal internacional para mediar en los conflictos internacionales, una idea que tiene ecos de proyectos futuros, como los de la UNESCO. También abogó por la creación de un estado judío en el área de Palestina/Israel.
Sin embargo, debido a su continua dedicación a las ideas, se despreocupó más de su situación personal y sus ingresos, contrayendo más deudas y siendo ignorado por sus conocidos. A pesar de ser nombrado miembro honorario de las sociedades nacionales de la Cruz Roja de Austria, Países Bajos, Suecia, Prusia y España, fue casi olvidado en el discurso oficial del Movimiento de la Cruz Roja, incluso cuando rápidamente se expandía a nuevos países. Vivió en la pobreza, trasladándose a varios lugares entre 1874 y 1886, incluyendo Stuttgart, Roma, Corfú, Basilea, y Karlsruhe. En Stuttgart conoció al estudiante de la Universidad de Tubinga Rudolf Müller con quien tuvo una estrecha amistad. En 1881, junto a amigos de Stuttgart, fue a la pequeña localidad de Heiden por vez primera. En 1887 mientras vivía en Londres, empezó a recibir algo de apoyo financiero mensual de algunos familiares lejanos. Esto le permitió vivir una existencia más segura, por lo que se trasladó a Heiden en julio. Allí pasó el resto de su vida y después del 30 de abril de 1892 vivió en un hospital dirigido por el doctor Hermann Altherr.
En Heiden, conoció al joven maestro Wilhelm Sonderegger y su esposa Susanna; le animaron a escribir las experiencias de su vida. La esposa de Sonderegger fundó una rama de la Cruz Roja en Heiden y en 1890 Dunant se hizo su presidente honorario. Con Sonderegger, Dunant esperaba promocionar más sus ideas, incluyendo la publicación de una nueva edición de su libro. Sin embargo, más adelante su amistad se volvió tensa, debido a las injustificadas acusaciones de Dunant de que Sonderegger estaba de algún modo conspirando contra Dunant con Moynier en Ginebra. Sonderegger murió en 1904 a la edad de sólo 42 años. A pesar del mal momento por el que pasaba su relación, Dunant se sintió muy conmovido por su inesperada muerte. La admiración de Wilhelm y Susanna Sonderegger por Dunant, sentida por ambos incluso después de las alegaciones de Dunant, pasó a sus hijos. En 1935, su hijo René publicó una colección de cartas de Dunant a su padre.
Vuelta al recuerdo público


Memorial Henry Dunant en Heiden, Suiza.
En septiembre de 1895, Georg Baumberger, el editor jefe del periódico de St. Gallen Die Ostschweiz, escribió un artículo sobre el fundador de la Cruz Roja, a quien había conocido y con quien había conversado durante un paseo por Heiden un mes antes. El artículo se titulaba "Henri Dunant, el fundador de la Cruz Roja", apareció en la revista ilustrada alemana Über Land und Meer, y el artículo pronto fue reproducido en otras publicaciones por toda Europa. El artículo llamó la atención, y recibió atención renovada y apoyo. Recibió el Premio suizo Binet-Fendt y una nota del papa León XIII. El apoyo de la zarina rusa Maria Feodorovna y otras donaciones mejoró notablemente su situación financiera .
En 1897, Rudolf Müller, que ahora trabajaba como maestro en Stuttgart, escribió un libro sobre los orígenes de la Cruz Roja, alterando la historia oficial para enfatizar el papel de Dunant. El libro contenía también el texto de "Un souvenir de Solferino". Dunant comenzó un intercambio de correspondencia con Bertha von Suttner y escribió numerosos artículos. También fue particularmente activo al escribir sobre los derechos de las mujeres y, en 1897 facilitó la fundación de la organización femenina "Cruz Verde".
Premio Nobel de la Paz
En 1901, Dunant recibió el primer Premio Nobel de la Paz por su papel al fundar el Movimiento Internacional de la Cruz Roja e iniciar la Convención de Ginebra. El médico militar noruego Hans Daae, que había recibido una copia del libro de Rudolf Müller, abogó por el caso Dunant ante el comité Nobel. Recibió el premio conjuntamente con el pacifista francés Frédéric Passy, fundador de la Liga de la Paz y activo con Dunant en la Alianza por el Orden y la Civilización. Las felicitaciones oficiales que recibió del Comité Internacional representaron finalmente la rehabilitación largamente debida a la reputación de Dunant:
"No hay hombre alguno que merezca más este honor, pues fue usted, hace cuarenta años, quien puso en marcha la organización internacional para el socorro de los heridos en el campo de batalla. Sin usted, la Cruz Roja, el supremo logro humanitario del siglo XIX probablemente nunca se hubiera obtenido."
Moynier y el Comité Internacional en conjunto habían sido también nominados para el premio. Aunque Dunant fue apoyado por un amplio espectro en el proceso de selección, era aún un candidato controvertido. Algunos argumentaron que la Cruz Roja y la Convención de Ginebra hicieron la guerra más atractiva e imaginable al eliminar algunos de sus sufrimientos. Por lo tanto, Rudolf Müller, en una carta al comité, argumentó que el premio debería dividirse entre Dunant y Passy, que estuvo durante algún tiempo en el debate como candidato a recibir el premio en solitario. Müller sugirió que si un premio debía dársele a Dunant, debería dársele inmediatamente debido a su avanzada edad y mala salud.
Al dividir el premio entre un pacifista estricto como Passy y el humanitario Dunant, el Comité Nobel sentó un precedente para las condiciones del premio Nobel de la Paz que tendría significativas consecuencias en años posteriores. Una sección del testamento de Nobel había indicado que el premio debería ir a un individuo que hubiese trabajado para reducir o eliminar los ejércitos o directamente promover conferencias de paz, lo que hizo de Passy una elección natural por su trabajo. Por otro lado, distinguir el esfuerzo humanitario en solitario hubiera sido visto por algunos como una interpretación amplia del testamento de Nobel. Sin embargo, otra parte del testamento de Nobel marcaba el premio al individuo que mejor realzara la "hermandad de los pueblos", que podía leerse de manera más general como trabajo humanitario como el de Dunant, conectado a la pacificación también. Muchos receptores posteriores del premio Nobel de la Paz pueden entenderse enmarcados en una de estas dos categorías establecidas en líneas generales por la decisión del Comité Nobel en 1901.
Hans Daae triunfó al colocar la parte de Dunant del dinero del premio, 104.000 francos suizos, en un banco noruego evitando así que lo alcanzaran sus acreedores. Dunant nunca gastó nada de ese dinero durante su vida.
Muerte y Memoria


Tumba de Henry Dunant.
Entre otros muchos premios en los años siguientes, en 1903 Dunant se le concedió un doctorado honorario por la Facultad de Medicina de la Universidad de Heidelberg. Vivió en la residencia de la tercera edad de Heiden hasta su muerte. En sus últimos años de vida, sufrió depresión y paranoia sobre persecución por sus acreedores y Moynier. Hubo incluso días en los que Dunant insistía que el cocinero de la residencia probara primero su comida ante sus ojos para protegerlo de un posible envenenamiento. Aunque siguió profesando creencias cristianas, en sus últimos años rechazó y atacó el calvinismo y la religión organizada en general.
De acuerdo con sus cuidadoras, el acto último de su vida fue enviar una copia del libro de Müller a la reina de Italia con una dedicatoria personal. Murió el 30 de octubre de 1910 a las diez de la noche, irónicamente sobreviviendo a su némesis Moynier por dos meses justos. A pesar de las felicitaciones con motivo del premio Nobel, no se reconciliaron.
De acuerdo con sus deseos, fue enterrado sin ceremonia en el Cementerio Sihlfeld en Zúrich. En su testamento, donó fondos para asegurar una "cama libre" en la residencia de Heiden siempre disponible para un ciudadano pobre de la región y legó algún dinero a amigos y organizaciones de caridad en Noruega y Suiza. El resto de los fondos fueron a sus acreedores, extinguiendo parte de su deuda; su incapacidad para satisfacer todas sus deudas fue algo que le pesó gravemente hasta su muerte.
El día de su cumpleaños, 8 de mayo se celebra el Día Mundial de la Cruz Roja y la Media Luna Roja. El edificio de la residencia de Heiden ahora alberga el "Museo Henri Dunant". En Ginebra y otros lugares, hay numerosas calles, plazas, y escuelas que reciben su nombre. La "Medalla Henri Dunant", que se da cada dos años por una comisión del Movimiento de la Cruz Roja y la Media Luna Roja, es su máxima condecoración.
Bibliografía
Libros en español
Dunant, H., Un souvenir de Solferino, Cesno, 2002. ISBN 84-932393-2-1
Gómez de Rueda y Abril, J. J., Pero... quién es Henry Dunant?, Albatros Ediciones, 1980. ISBN 84-7274-066-8
Hispano González, M., Henri Dunant, Hisma, 1976. ISBN 84-85270-02-9
Meurant, J., El servicio voluntario de la Cruz Roja en la sociedad de hoy, Cruz Roja Española, 1986. ISBN 84-398-7717-X.
Libros en inglés
Dunant, H., A Memory of Solferino. ICRC, Ginebra 1986, ISBN 2-88145-006-7
Boissier, P., History of the International Committee of the Red Cross. Volume I: From Solferino to Tsushima. Henry Dunant Institute, Ginebra 1985, ISBN 2-88044-012-2
Moorehead, C., Dunant's dream: War, Switzerland and the history of the Red Cross. HarperCollins, Londres 1998, ISBN 0-00-255141-1 (Tapa dura); HarperCollins, Londres 1999, ISBN 0-00-638883-3 (Rústica)
Libros en alemán
Hasler, E., Der Zeitreisende. Die Visionen des Henry Dunant. Verlag Nagel & Kimche AG, Zúrich 1994, ISBN 3-312-00199-4 (Tapa dura); Deutscher Taschenbuch Verlag, München 2003, ISBN 3-423-13073-3 (Rústica)
Gumpert, M., Dunant. Der Roman des Roten Kreuzes. Fischer Taschenbuch Verlag, Frankfurt 1987, ISBN 3-596-25261-X
Heudtlass, W., y Gruber, W., Jean Henry Dunant. Gründer des Roten Kreuzes, Urheber der Genfer Konvention. 4. Auflage. Verlag Kohlhammer, Stuttgart 1985, ISBN 3-17-008670-7
Enlaces externos
Commons alberga contenido multimedia sobre Henri Dunant.Commons
Société Henry Dunant (en francés)
Biografía de Henry Dunant (en francés)
Biografía del Nobel Henri Dunant
Movimiento de la Cruz Roja y Premios Nobel Texto completo de "Un souvenir de Solferino"

Tuesday, March 11, 2008

SALOME URENA VISTA POR JULIA ALVAREZ



Reseña del libro “En el nombre de Salomé”, de Julia Álvarez
Salomé Ureña y familiaAlfredo Alzugarat
Desde la muerte de su madre, Camila Henríquez quedó predestinada a conservar su memoria a perpetuidad. Fue en ese día fatal que su tía Mon le enseñó a hacer la señal de la cruz recitando: “En el nombre del Padre, del Hijo y del santo espíritu de mi madre Salomé.”
Nacida en Santo Domingo el 21 de octubre de 1850, Salomé Ureña fue reconocida, ya en vida, como “figura central de la lírica dominicana del siglo XIX” y más solemnemente, como la Poeta de la Patria. En una época en la cual no existía enseñanza pública para la mujer -algo que la propia Salomé se encargaría de revertir- su formación en las primeras letras y luego en la literatura, dependió de sus progenitores y en especial de su padre, el también escritor Nicolás Ureña de Mendoza. Casada a los treinta años con el médico, abogado y luego presidente de la República, Francisco Henríquez y Carvajal, de su matrimonio nacerían cuatro hijos, entre ellos el conocido humanista y crítico literario Pedro Henríquez Ureña. Camila era la menor de los cuatro, la única niña y apenas alcanzó a conocer a su madre. Salomé murió de tuberculosis en 1897. Camila contaba entonces con sólo tres años de edad.
UNA HISTORIA DE MUJERES. En la novela En el nombre de Salomé, de la norteamericano-dominicana Julia Álvarez, se reconstruye imaginariamente la vida de Salomé Ureña alternándola con episodios correspondientes a su hija Camila. Con el propósito de unirlas a ambas en el breve momento existencial que alcanzaron a compartir, la biografía de Salomé se recorre linealmente, en forma progresiva, en tanto que se procede a la inversa con la de Camila, que retrocede desde una etapa crucial de su vida hasta su nacimiento. A la ruptura temporal que significa el paso de un capítulo a otro se añade el continuo traslado de país en país en una familia de trashumantes que, por motivos políticos, debió también residir en distintas ciudades de Cuba y Estados Unidos. La compleja estructura subraya no solo la dispersión de los miembros del clan sino fundamentalmente el desarraigo a que se vieron sometidos, extremo este que la autora vincula con su propia existencia y con la de millones de latinos en los Estados Unidos. Precisamente, el concepto de qué es la patria es uno de los temas centrales de la obra. Julia Álvarez, sin embargo, se propuso algo más: los dieciséis capítulos de su novela, exceptuados prólogo y epílogo, llevan por nombre títulos de ocho poemas de Salomé en español y en inglés. De ese modo, las dos vidas son igualadas, espejos una de la otra, y ambas comprendidas a partir de la creación poética de Salomé.
LA MUSA Y LA MUJER. “La historia de mi vida comienza con la historia de mi país”, afirmará Salomé. En efecto, tenía apenas once años cuando los avatares políticos decidieron el retorno de Santo Domingo al seno del decadente imperio español. La turbulencia social que sobrevino entonces y el destierro masivo de patriotas, que alcanzó incluso a su padre, pronto se volverían motivo de inspiración para unas dotes poéticas expresadas ya desde la primera juventud. Publicados primero en el diario El Nacional bajo el seudónimo de Herminia y luego, ya sin ocultar su nombre, en El Centinela, aunque en un estilo que hoy se tildaría de neoclásico y declamatorio, los versos inflamaron el orgullo popular. En particular, su poema “A la patria”, referente obligado para la vuelta a la independencia, le valió los más altos honores. Pronto, sin embargo, su poesía se escindirá entre la función pública, de musa patriótica, que todos le reconocían, y una voz más íntima que revela a la mujer amante, esposa y madre.
El relato de su vida, escrito en primera persona, transparenta ese debate interior, su estoico sentido del deber hacia la patria y hacia la familia, el desdoblamiento entre lo que se esperaba de ella y lo que realmente necesitaba exteriorizar. El conflicto tendrá un inesperado giro a partir de la influencia personal del educador y político puertorriqueño Eugenio María Hostos. Comprenderá que la mayor ayuda que puede proporcionarle a su nación no es a través de la poesía sino de la enseñanza. Funda así la primera escuela para mujeres en tierra dominicana.
Por más que la narración procura establecer la dimensión humana de Salomé, su estatura de heroína aflora una y otra vez de manera inevitable. Siempre con el telón de fondo de una inestabilidad política plagada de revueltas y masacres colectivas, enseñar, escribir y formar a sus hijos la obligará a una lucha implacable contra la tisis y las imposiciones e infidelidades de su marido.
CONTRASTES E IDENTIDADES. Comparada con la de su madre, la vida de Camila transcurre en silencio, a la sombra de sus hermanos, como la de una mujer programada para depender de la familia e impedida, por lo tanto, de un camino propio. La existencia de ambas aparece entretejida por esa demanda exterior que las acosa y limita al mismo tiempo. Camila, vigilada de cerca en su juventud por su hermano Pedro, deberá acompañar a su padre a Washington luego que el breve gobierno de este sucumbiera ante una invasión de marines norteamericanos. A la muerte de aquél y ya instalada en Cuba, servirá de modelo para la escultura del busto con que se lo recordará. Sus carencias afectivas y la búsqueda interior de una madre que apenas conoció, la conducirán finalmente a un lesbianismo que apenas reprimirá. En la urdimbre de la novela, la sacrificada pero exitosa vida de Salomé contrasta capítulo a capítulo con esa Camila frustrada en amores, poetisa fracasada que aprende de memoria los versos de su madre y se traslada de una a otra universidad norteamericana.
La vuelta de tuerca en la vida de Camila se produce tardíamente, a la edad de 65 años, y significará un encuentro con su madre y consigo misma. Regresará entonces a Cuba. Participando activamente en las campañas de alfabetización de los primeros años de la revolución socialista, recordará a Salomé luchando “por construir un país como el que ella había soñado”.
OTRAS PRECISIONES. Ante el vasto panorama que representa la numerosa familia de los Henríquez Ureña, ciento cincuenta años de historia y el destino de dos países, la firme sujeción al doble hilo argumental que es la vida de estas mujeres indica de por sí un mérito de la novela. Pedro Henríquez Ureña, el más famoso de sus miembros, aparecerá en una oportunidad rodeado de algunos poetas españoles exiliados como Jorge Guillén y Pedro Salinas, y más de una vez se aludirá a su correspondencia y amistad con su colega mexicano Alfonso Reyes, pero nunca dejará de ser un personaje secundario. Aunque ocupando un mayor espacio, lo mismo sucede con su padre Francisco, Papancho en la novela. El privilegio protagónico de los personajes femeninos se extiende, en cambio, a la pintoresca e influyente Ramona, hermana de Salomé, “la tía Mon” para Camila.
Un aspecto coadyuvante, la situación vital de la propia Julia Álvarez, hija de padres dominicanos que reside desde los diez años en Estados Unidos, le otorga mayor dimensión a la novela y la conecta con otra anterior suya, En el tiempo de las mariposas (2001), donde recuperaba la memoria de las hermanas Mirabal, asesinadas por el régimen de Rafael Leónidas Trujillo. La búsqueda de los orígenes y la obsesión de reencuentro consigo misma, manifiesta en su trayectoria literaria, intenta ser representativa de una población latina en pleno crecimiento en el país del norte y ávida de conocer su historia.
EN EL NOMBRE DE SALOMÉ, de Julia Álvarez. Alfaguara, 2003, Buenos Aires. 410 págs.
Alfredo Alzugarat

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SALOME URENA


Biografía de:
Salomé Ureña de Henríquez
WEBMASTER: Justo S. Alarcón

SALOMÉ UREÑA DE HENRÍQUEZ
(1850 – 1897)

Nació en Santo Domingo. Fue poeta y pedagoga. Todavía se le considera como la figura central de la poesía lírica dominicana de mediados del siglo XIX y también innovadora de la educación femenina en su país.

Fue hija del también escritor y preceptor Nicolás Ureña de Mendoza. Sus primeras lecciones las tomó de su madre Gregoria Díaz. Más tarde su padre la llevó de la mano en la lectura de los clásicos, tanto españoles como franceses. Debido a ello, la joven Salomé alcanzó una educación y formación intelectual y literaria que ayudaría a codearse con el mundo literario de su país a los quince años. Se casó con el escritor, médico y abogado Francisco Henríquez y Carvajal.

A los 20 años casó con Don Francisco Henríquez y Carvajal. Les nacieron cuatro hijos: Francisco, Pedro, Max y Camila Henríquez Ureña. Su tercer hijo, Max, llegaría a ser una de las lumbreras humanísticas más destacadas de la América Hispana en el siglo XX.

Alentada por su esposo, en 1881 instituyó en la Isla el primer centro femenino de enseñanza superior, nombrado Instituto de Señoritas. A los cinco años de su iniciación, se diplomaron las primeras seis maestras normales.

Publicó sus primeros poemas a la edad de 17 años. Su estilo nítido y espontáneo se manifiesta muchas veces lleno de ternura, como ocurre en El Ave y el Nido, en otras se vuelve trágico, como En horas de angustia y otras veces su verso se torna viril y patriótico como en A la Patria y en Ruinas. La poetisa cantó a su patria, a su panorama hermoso, a sus hijos, a su esposo, a las flores, a la isla misma, como ocurre en La llegada del invierno.

Murió relativamente joven a la edad de 47 años, debido a la tuberculosis.

Sunday, March 9, 2008

SALOME URENA

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FLORA TRISTAN


Flora Tristán
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Flore Celestine Therèse Henriette Tristán Moscoso Laisney, (*París, 7 de abril de 1803 - † Burdeos, 14 de noviembre de 1844) pensadora feminista francesa.

Fue una de las fundadoras del feminismo moderno y abuela de Paul Gauguin. Su padre, Marino Tristán-Moscoso, fue un coronel peruano arequipeño de la armada española, y su madre, Anne Laisney, francesa. El padre no llegó a reconocer legalmente a Flora. Sus padres se conocieron en Bilbao, España durante la estadía de su padre en ese lugar

Tuvo una primera infancia de lujo, y su casa era visitada por personajes que luego serían hitos en la historia como Simón Bolívar, que como el padre de Flora compartían sus orígenes criollos y vascos. Esta situación de bondad económica y social se truncó cuando su padre muere en 1807, cuando Flora sólo tenía 4 años, quedando la familia en la pobreza.

Por este motivo, Flora, niña aún, comienza a trabajar como obrera en un taller de litografía y con apenas 17 años, se casa con el propietario de ésta, André Chazal, y tiene tres hijos, uno de ellos, Aline, será la futura madre del pintor Paul Gauguin.

La falta de reconocimiento legal por parte del padre le impidió recobrar los bienes pertenecientes a él y fue uno de los motivos del matrimonio de conveniencia con Chazal, que, años después, se disolvió a causa de los celos, malos tratos e intento de asesinato por parte del marido, que le dispara en la calle dejándola malherida, en septiembre de 1838.

Viaja a Perú 1832 y visita a la familia del padre en Lima y Arequipa, para reclamar su herencia paterna la cual estaba en posesión de su tío Juan Pío Tristán, que únicamente accedió a pasarle una pensión mensual. Ella permaneció en Perú hasta el 16 de Julio de 1834. Flora Tristán escribió un diario de viajes acerca de sus experiencias en el Perú durante el periodo post independentista. El diario fue publicado en 1833 como Pérégrinations d'une paria ("Peregrinaciones de una paria")

De regreso a Francia, emprendió una campaña a favor de la emancipación de la mujer, los derechos de los trabajadores y en contra de la pena de muerte. En 1840 publicó Unión obrera, en donde clama por la necesidad de los trabajadores de organizarse y aboga por su “unidad universal”. Karl Marx le reconoció su carácter de “precursora de altos ideales nobles”.

Murió a los 41 años, víctima del tifus.


Obra; Flora Tristan fue autora de muchos trabajos, los más conocidos fueron Peregrinaciones de una Paria (1838), Promenades en Londres (1840), y La unión de trabajadores (1843).

Mario Vargas Llosa, en su novela histórica "El paraíso en la otra esquina", analiza las travesías de Flora Tristan y a su nieto Paul Gauguin como contrastes para la vida ideal que ellos buscaban en sus experiencias fuera de su Francia natal.


Pensamiento [editar]El feminismo de Flora Tristán se engarza en la Ilustración, presupone por tanto unas reivindicaciones y un proyecto político que sólo pueden articularse a partir de la idea de que todos los seres humanos nacen libres, iguales y con los mismos derechos, pero toma cuerpo en el periodo inmediatamente posterior a la revolución francesa. Manteniendo la continuidad con el pensamiento de autoras anteriores (Mary Wollstonecraft, entre otras), Flora Tristán imprime a su feminismo un giro de clase que en el futuro daría lugar al feminismo marxista.

Al tiempo, se emparentaba con las corrientes críticas a las que se ha denominado "socialismo utópico", pero teorizando ya la necesidad de una Unión Obrera, de un partido obrero. "Todas las desgracias del mundo provienen del olvido y el desprecio que hasta hoy se ha hecho de los derechos naturales e imprescriptibles del ser mujer" escribió en Unión Obrera.

Su lucha incesante por conseguir una sociedad más justa e igualitaria ha quedado plasmada en su obra. Así, entre otras, en Peregrinaciones de una Paria denuncia las distintas manifestaciones de exclusión social de la sociedad de Arequipa; en Paseos en Londres (1840) realiza una de las primeras y más duras descripciones de los obreros ingleses. Escribió entonces "la esclavitud no es a mis ojos el más grande de los infortunios humanos desde que conozco el proletariado inglés".

En Unión Obrera describe como "el mejoramiento de la situación de miseria e ignorancia de los trabajadores" es fundamental, porque "todas las desgracias del mundo provienen del olvido y el desprecio que hasta hoy se ha hecho de los derechos naturales e imprescriptibles del ser mujer". Para Flora la situación de las mujeres se deriva de la aceptación del falso principio que afirma la inferioridad de la naturaleza de la mujer respecto a la del varón. Este discurso ideológico, hecho desde la ley, la ciencia y la iglesia margina a la mujer de la educación racional y la destina a ser la esclava de su amo. Hasta aquí el discurso de Flora es similar al del sufragismo, pero el giro de clase comienza a producirse cuando señala cómo negar la educación a las mujeres está en relación con su explotación económica: no se envía a las niñas a la escuela "porque se le saca mejor partido en las tareas de la casa, ya sea para acunar a los niños, hacer recados, cuidar la comida, etc.", y luego "A los doce años se la coloca de aprendiza: allí continúa siendo explotada por la patrona y a menudo también maltratada como cuando estaba en casa de sus padres.” Flora dirige su discurso al análisis de las mujeres más desposeídas, de las obreras. Y su juicio no puede ser más contundente: el trato injusto y vejatorio que sufren estas mujeres desde que nacen, unido a su nula educación y la obligada servidumbre al varón, genera en ellas un carácter brutal e incluso malvado. Para Flora, esta degradación moral reviste la mayor importancia, ya que las mujeres, en sus múltiples funciones de madres, amantes, esposas, hijas, etc. "lo son todo en la vida del obrero", influyen a lo largo de toda su vida. Esta situación "central" de la mujer no tiene su equivalente en la clase alta, donde el dinero puede proporcionar educadores y sirvientes profesionales y otro tipo de distracciones.

En consecuencia, educar bien a la mujer (obrera) supone el principio de la mejora intelectual, moral y material de la clase obrera. Flora, como buena "socialista utópica", confía enormemente en el poder de la educación, y como feminista reclama la educación de las mujeres; además, sostiene que de la educación racional de las mujeres depende la emancipación de los varones. Hecho que hasta la fecha se sigue recogiendo en las declaraciones de principios de los movimientos feministas.

Su discurso apela al sentido de justicia universal de la humanidad en general y de los varones en particular (ya que son los depositarios del poder y la razón)-, para que accedan a cambiar una situación que, a su juicio, acaba volviéndose también contra ellos. "La ley que esclaviza a la mujer y la priva de instrucción, os oprime también a vosotros, hombres proletarios. (...) En nombre de vuestro propio interés, hombres; en nombre de vuestra mejora, la vuestra, hombres; en fin, en nombre del bienestar universal de todos y de todas os comprometo a reclamar los derechos para la mujer.” (Unión Obrera).

La Flora de la Unión Obrera, adelanta un pensamiento que, anterior al Manifiesto Comunista, postula la unión de los trabajadores y las mujeres –los oprimidos del mundo-, en una Internacional que, mediante una revolución pacífica -aquí aparece su herencia saintsimoniana-, traerá la prosperidad y la justicia. Ilusión tan pobremente realizada luego por los soviets.

Dice de ella André Breton: "Acaso no haya destino femenino que deje, en el firmamento del espíritu, una semilla tan larga y luminosa". La vida de "una temeraria y romántica justiciera" puntualiza Mario Vargas Llosa en su libro sobre Paul Gauguin, El paraíso en la otra esquina.

La publicación de Mi vida es el autorretrato en el que se reconoce como una doble paria: la hija sin reconocimiento legal del padre y por lo tanto deshererada y la casada por conveniencia (necesidad). Habla de su experiencia en primera persona. Flora se confiesa víctima de esa doble opresión que como mujer siente en grado extremo, lo que la llevó a luchar contra el matrimonio como medio de opresión contra las mujeres, "el único infierno que reconozco".

FLORA TRISTAN: VISTA POR MARIO VARGAS LLOSA


La odisea de Flora Tristán
Por Mario Vargas Llosa
El XIX no fue sólo el siglo de la novela y los nacionalismos: fue también el de las utopías. Tuvo la culpa de ello la Gran Revolución de 1789: el cataclismo y las transformaciones sociales que acarreó convencieron tanto a sus partidarios como a sus adversarios, no sólo en Francia sino en el mundo entero, de que la historia podía ser modelada como una escultura, hasta alcanzar la perfección de una obra de arte. Con una condición: que la mente concibiera previamente un plan o modelo teórico al que luego la acción humana calzaría la realidad como una mano a un guante. Huellas de esta idea se pueden rastrear muy lejos, por lo menos hasta la Grecia clásica. En el Renacimiento ella cristalizó en obras tan importantes como Utopía, de Sir Thomas More, fundadora de un género que se prolonga hasta nuestros días. Pero nunca antes, ni después, como en el XIX, fue tan poderosa, ni sedujo a tanta gente, ni generó empresas intelectuales tan osadas, ni inflamó la imaginación y el idealismo (a veces la locura) de tantos pensadores, revolucionarios o ciudadanos comunes y corrientes, la convicción de que, teniendo las ideas adecuadas y poniendo a su servicio la abnegación y el coraje debidos, se podía bajar a la tierra el Paraíso y crear una sociedad sin contradicciones ni injusticias, en la que hombres y mujeres vivirían en paz y en orden, compartiendo los beneficios de aquellos tres principios del ideal revolucionario del 89 armoniosamente integrados: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Todo el siglo XIX está constelado de utopías y utopistas, entre los que coexisten, junto a sectas entregadas al activismo violento semejantes a la formada por los discípulos de Noël Babeuf (1746-1797), pensadores notables, como Saint-Simon (1760­1825) y Charles Fourier (1772-1837), empresarios audaces tipo el escocés Robert Owen, hombres de acción y aventura, entre los que descuella el anarquista ruso Mikhail Bakunin (1814-1876), soñadores más llamativos que profundos, tal Étienne Cabet (1788-1856), o delirantes del género Jules-Simon Ganneau (1806-1851), mesiánico fundador del Evadisme. El más importante de todos los utopistas decimonónicos, en términos históricos, fue sin duda Carlos Marx, cuya utopía "científica" absorbería buena parte de las que la precedieron y terminaría por cancelarlas a todas.
A esta dinastía de grandes inconformes, objetores radicales de la sociedad en la que nacieron y fanáticamente persuadidos de que era posible reformarla de raíz para erradicar las injusticias y el sufrimiento e instaurar la felicidad humana, pertenece Flora Tristán (1803-1844), la temeraria y romántica justiciera que, primero en su vida difícil y asaeteada por la adversidad, luego en sus escritos y finalmente en la apasionada militancia política de sus dos últimos años de vida, trazaría una imagen de rebeldía, audacia, idealismo, ingenuidad, truculencia y aventura que justifica plenamente el elogio que hizo de ella el padre del surrealismo, André Breton: "Il n'est peut être pas de destinée féminine qui, au firmament de l'esprit, laisse un sillage aussi long et aussi lumineux." ("Acaso no haya destino femenino que deje, en el firmamento del espíritu, una semilla tan larga y luminosa.") La palabra "femenino" es aquí imprescindible. No sólo porque, en el vasto elenco de forjadores de utopías sociales decimonónicas, Flora Tristán es la única mujer, sino, sobre todo, porque su voluntad de reconstruir enteramente la sociedad sobre bases nuevas nació de su indignación ante la discriminación y las servidumbres de que eran víctimas las mujeres de su tiempo y que ella experimentó como pocas en carne propia.
Dos experiencias traumáticas y un viaje al Perú son los acontecimientos decisivos en la vida de Flora Tristán, nacida en París el 7 de abril de 1803 y a la que sus padres bautizaron con el nombre largo y rimbombante de Flora Celestina Teresa Enriqueta Tristán Moscoso: su nacimiento y su matrimonio. Su padre, don Mariano Tristán y Moscoso, peruano, pertenecía a una familia muy próspera y poderosa y servía en los ejércitos del rey de España. Su madre, Anne-Pierre Laisnay, francesa, se había refugiado en Bilbao, huyendo de la Gran Revolución. Allí se conocieron y al parecer se unieron —no hay pruebas de ello— en un matrimonio religioso administrado por un sacerdote francés, también exiliado, que carecía de legitimidad legal. Por lo tanto, Flora nació como una hija bastarda, condición infamante que desde la cuna la condenó a un destino de "paria", credencial que, años más tarde, ella reivindicaría con insolencia en el título del más famoso de sus libros: Peregrinaciones de una paria (1837). Al morir el padre, en junio de 1807, cuando la niña no había cumplido aún cinco años, la madre y la hija, por carecer de títulos legales, fueron despojadas de la elegante propiedad donde vivían, en Vaugirard, y todos los bienes de don Mariano revertieron a su familia en el Perú. Al cabo de unos años, después de una gradual declinación social, encontramos a Flora y a su madre habitando un barrio pobre de París —los alrededores de la Plaza Maubert— y a aquélla ingresando a trabajar, jovencita, como obrera colorista, en el taller de grabado del pintor y litógrafo André Chazal, que se enamoró de ella. El matrimonio de la pareja, celebrado el 3 de febrero de 1821, fue, para Flora, una catástrofe que marcaría su vida de manera aún más dramática que su condición de hija ilegítima.
Lo fue porque, desde el principio, sintió que aquel lazo de unión hacía de ella un mero apéndice de su marido, una reproductora de hijos —tuvo tres, en cuatro años— y un ser enteramente privado de vida propia y de libertad. De esta época nació en Flora la convicción de que el matrimonio era una institución intolerable, un trato comercial en el que una mujer era vendida a un hombre y convertida poco menos que en una esclava, de por vida, pues el divorcio había sido abolido con la Restauración. E hizo brotar en ella, asimismo, un instintivo rechazo de la maternidad y una desconfianza profunda hacia el sexo, en los que presentía otros tantos instrumentos de la servidumbre de la mujer, de su humillante sujeción al hombre.
A los 22 años, Flora perpetró el acto más audaz de su vida, que consagraría definitivamente su destino de paria y de rebelde: abandonó su hogar, llevándose a los hijos, con lo que no sólo se ganó el tremendo descrédito que la moral de la época confería a semejante gesto, sino que incluso se puso fuera de la ley, cometiendo un acto que hubiera podido llevarla a la cárcel si André Chazal la denunciaba. Hay a partir de allí —1825 a 1830—, en su vida, un periodo incierto, del que sabemos muy poco, y lo que sabemos, todo a través de ella, probablemente muy retocado a fin de ocultar la deprimente verdad. Lo seguro es que en esos años vivió huyendo, escondiéndose, en condiciones dificilísimas —su madre no aprobaba lo que hacía y desde entonces las relaciones entre ambas parecen haber cesado—, y con el permanente temor de que André Chazal, o la autoridad, dieran con ella. Dos de sus tres hijos morirían en los años siguientes; sólo sobrevivió Aline Marie (la futura madre de Paul Gauguin), niña que pasó buena parte de su infancia en el campo, con nodrizas, mientras su madre, a la vez que se ocultaba, se ganaba la vida como podía. Años más tarde dirá que se empleó como dama de compañía (no es improbable que fuera una simple sirvienta) con una familia inglesa, a la que acompañó por Europa y que de este modo hizo su primer viaje a Inglaterra. Nada de eso es seguro y todo es posible en esos años de los que lo único absolutamente cierto es que para Flora debieron de ser durísimos, y que en ellos se templó el bravo carácter de que haría siempre gala, su coraje ilimitado, su audacia, y su convicción de que el mundo estaba mal hecho y era injusto, discriminatorio y brutal, y que las víctimas privilegiadas de la injusticia reinante eran las mujeres.
El viaje al Perú de Flora —donde viviría cerca de un año— tuvo, según ella, un origen accidental, de novela romántica. En un albergue parisino ella habría encontrado, de casualidad, a Zacarías Chabrié, un capitán de barco que viajaba a menudo entre Francia y el Perú, donde había conocido, en Arequipa, a la acaudalada y poderosa familia Tristán, cuya cabeza era don Pío Tristán y Moscoso, el hermano menor de don Mariano, padre de Flora. El propio Chabrié, dice, la animó a escribir a su tío carnal. Ella lo hizo, una carta sentida y suplicante, refiriéndole las penurias y dificultades que ella y su madre habían padecido desde la muerte de su padre, debido al irregular matrimonio de sus progenitores y pidiéndole ayuda, incluso el reconocimiento. Don Pío contestó, al cabo de largos meses, una misiva astuta, en la que, junto al cariño hacia la sobrinita recién aparecida y en medio de protestas de amor hacia su hermano Mariano, asoma ya la firme negativa a considerar siquiera el reconocimiento legal como heredera legítima de quien, por mano propia, admitía haber nacido de una unión no legal. Pero, sin embargo, le enviaba un dinero en su nombre, y otro en el de su abuela, todavía viva.
Luego de tres años de querellas conyugales con Chazal y fugas repetidas, Flora se embarca finalmente, en abril de 1833, en Burdeos, en el barco que la llevará al Perú. Su capitán es nada menos que Zacarías Chabrié. La travesía de seis meses, rodeada de 16 varones —ella, la única mujer—, tuvo ribetes homéricos. Flora permaneció en Arequipa ocho meses y dos en Lima, antes de regresar a Francia, a mediados de 1834. Este es un período fronterizo en su trayectoria vital, el que separa a la joven inconforme y confundida que huía de un marido y soñaba con un golpe de fortuna —ser reconocida como hija de don Mariano por su familia peruana y alcanzar de súbito la legitimidad y la riqueza—, de la agitadora social, la escritora y la revolucionaria que orienta su vida de manera resuelta a luchar, con la pluma y la palabra, por la justicia social en cuyo vértice ella ponía la emancipación de la mujer.
En Arequipa, su tío don Pío canceló de manera definitiva sus ilusiones de ser reconocida como hija legítima, y, por lo tanto, de heredar su patrimonio. Pero esta frustración se vio en cierto modo aliviada por la buena vida que allí llevó aquellos ocho meses, alojada en la casa señorial de la familia, rodeada de sirvientas y de esclavas, mimada y halagada por la tribu de los Tristán y requerida y cortejada por toda la "buena sociedad" arequipeña, a la que la llegada de la joven y bella parisina de grandes ojos, larga cabellera oscura y tez muy blanca, puso de vuelta y media. Ella había ocultado a todo el mundo, empezando por don Pío, que era casada y madre de tres hijos. No hay duda de que a su alrededor debieron de revolotear los galanes como moscardones. Flora se divirtió, sin duda, con aquel confort, seguridad y buena vida que por primera vez disfrutaba. Pero, también, observó y anotó, fascinada, la vida y las costumbres de aquel país, tan distinto del suyo, que comenzaba apenas su historia de república independiente, aunque las instituciones, los prejuicios y formalismos de la Colonia se conservaran casi intactos. En su libro de memorias, trazaría un formidable retrato de aquella sociedad feudal y violenta, de tremendos contrastes económicos y abismales antagonismos, raciales, sociales y religiosos, de sus conventos y su religión cargada de idolatría, y de su behetría política, en la que los caudillos se disputaban el poder en guerras que eran a menudo, como la que le tocó presenciar en la pampa de Cangallo, sangrientas y grotescas. Ese libro que limeños y arequipeños quemarían, indignados por el cruel retrato que hacía de ellos, es uno de los más fascinantes testimonios que existen sobre el despuntar, en medio del caos, la fanfarria, el colorido, la violencia y el delirio, de la vida en América Latina luego de la independencia.
Pero no sólo racismo, salvajismo y privilegios abundaban en el país de su padre. Para su sorpresa, había allí también algunas rarezas que Flora no había conocido en París, y precisamente en un dominio para ella primordial: el femenino. Las mujeres de sociedad, por lo pronto, disfrutaban de unas libertades notables, pues fumaban, apostaban dinero, montaban a caballo cuando querían, y, en Lima, las tapadas —el vestido más sensual que Flora había visto nunca— salían a la calle solas, a coquetear con los caballeros, y disponían de una autonomía y de una falta de prejuicios considerable, incluso desde una perspectiva parisina. Hasta las monjas, en los conventos de clausura donde Flora consiguió deslizarse, gozaban de una libertad de maneras y se permitían unos excesos que no se condecían para nada con su condición de religiosas, ni con esa imagen de la mujer humillada y vencida, mero apéndice del padre, del marido o del jefe de familia, que Flora traía en la cabeza. Desde luego que las peruanas no eran libres a la par que el hombre ni mucho menos. Pero, en algunos casos, rivalizaban con él, y en su propio campo, de igual a igual. En la guerra, por ejemplo, las rabonas acompañaban a los soldados y les cocinaban y lavaban y curaban, y peleaban junto a ellos, y se encargaban de asaltar las aldeas para garantizar el rancho de la tropa. Esas mujeres, sin saberlo, habían alcanzado, en los hechos, una vida propia y destrozado el mito de la mujer desvalida, débil e inútil para la vida viril. La figura que personificó, más que ninguna otra, para Flora esos casos de mujer emancipada y activa, que invadía los dominios tradicionalmente considerados como exclusivos del hombre, fue doña Francisca Zubiaga de Gamarra, esposa del mariscal Gamarra, héroe de la independencia y presidente de la República, cuya figura palidecía ante la sobresaliente personalidad de su mujer. Doña Pancha, o la Mariscala, como la llamaba el pueblo, había reemplazado a su marido en la Prefectura del Cuzco cuando él salía de viaje, y aplastado conspiraciones gracias a su astucia y coraje. Vestida de soldado y a caballo, había participado en todas las guerras civiles, luchando hombro a hombro con Gamarra, y hasta había dirigido la tropa que ganó a los bolivianos la batalla de Paria. Cuando Agustín Gamarra fue presidente, era vox populi que ella había sido el poder detrás del trono, tomando las iniciativas principales y protagonizando estupendos escándalos, como dar de latigazos, en una ceremonia oficial, a un militar que se jactaba de ser su amante. La impresión que hizo en Flora la Mariscala, a quien conoció brevemente, cuando ésta ya partía hacia el exilio, fue enorme y no hay duda que contribuyó a hacer nacer en ella la idea, primero, de que era posible, para una mujer, rebelarse contra su condición discriminada, de ciudadano de segunda, y, luego, la decisión de actuar en el campo intelectual y político para cambiar la sociedad. Esta es la herencia que Flora trae del Perú a París, a principios de 1835, cuando retorna a su patria y se lanza, llena de entusiasmo, a una nueva vida, muy distinta de la anterior.
La Flora Tristán de los años siguientes a su regreso a Francia ya no es la rebelde fugitiva de antaño. Es una mujer resuelta y segura de sí misma, rebosante de energía, que se multiplica para informarse y educarse —había recibido una instrucción elemental, como delatan sus faltas gramaticales— y hacerse de una cultura que le permita dar aquella batalla intelectual en favor de la mujer y la justicia que es su nuevo designio. A la vez que escribe Peregrinaciones de una paria, se vincula a los grupos sansimonianos, fourieristas (conoce al propio Fourier, de quien siempre hablará con respeto) y los sectores más o menos contestatarios del statu quo, se entrevista con el reformador escocés Robert Owen, y comienza a colaborar en publicaciones importantes, como la Revue de Paris, L'Artiste y Le Voleur. Escribe un folleto proponiendo crear una sociedad para prestar ayuda a las mujeres forasteras que lleguen a París, firma manifiestos pidiendo la supresión de la pena de muerte y envía a los parlamentarios una petición en favor del restablecimiento del divorcio. Al mismo tiempo, estos años están marcados por una guerrilla particular, legal y personal, contra André Chazal, que hasta en tres oportunidades secuestra a sus hijos. En una de ellas, la menor, Aline, lo acusa de intentar violarla, lo que provoca un sonado proceso y un escándalo social. Pues la publicación de Peregrinaciones de una paria, en 1837, recibido con gran éxito, ha hecho de Flora una persona muy conocida, que frecuenta los salones y se codea con intelectuales, artistas y políticos de renombre. Incapaz de resistir la suprema humillación de ver a su mujer triunfar de este modo, con un libro en el que su vida conyugal es exhibida a plena luz con escalofriante franqueza, André Chazal intenta asesinarla, en la calle, disparándole a bocajarro. Sólo la hiere y el proyectil quedará alojado en el pecho de Flora, como helado compañero de sus andanzas en los seis años que le quedan de vida. En ellos, por lo menos, habrá desaparecido de su camino la pesadilla de André Chazal, condenado a veinte años de cárcel por su acción criminal. Flora Tristán hubiera podido instalarse en esa prestigiosa situación alcanzada y dedicar el resto de su tiempo a apuntalarla, escribiendo y actuando en los círculos intelectuales y artísticos parisinos que le habían abierto las puertas. Habría llegado a ser, acaso, una encumbrada socialista de salón, como George Sand, que siempre miró a esta advenediza por encima del hombro. Pero había en ella, a falta de esa formación cultural de la que el drama de su origen la privó, y a pesar de su carácter que podía ser explosivo, una integridad moral profunda que muy pronto le hizo advertir que la justicia y el cambio social que ella ardientemente deseaba no se conquistarían jamás desde los refinados y exclusivos circuitos de escritores, académicos, artistas y snobs y frívolos donde las ideas revolucionarias y los propósitos de reforma social no eran, en la mayoría de los casos, sino un juego de salones burgueses, una retórica sin consecuencias.
Apenas recuperada del intento de asesinato, escribe Méphis (1838), una novela llena de buenas intenciones sociales y literariamente olvidable. Pero al año siguiente concibe un proyecto osado, que demuestra de manera inequívoca cómo en los meses precedentes el pensamiento de Flora se ha ido radicalizando e impregnando de una creciente beligerancia anticapitalista y antiburguesa: escribir un libro sobre el Londres de la pobreza y la explotación, la cara oculta de la gran transformación económica que ha convertido a la Inglaterra victoriana en la primera nación industrial moderna. Viaja a la capital británica, donde permanece cuatro meses, visitando todos los lugares que los turistas no ven jamás y a algunos de los cuales sólo pudo entrar disfrazándose de hombre: talleres y prostíbulos, barrios marginales, fábricas y manicomios, cárceles y mercados de cosas robadas, asociaciones gremiales y las escuelas de los barrios miserables sostenidas por las parroquias. También, como buscando el contraste, asoma la nariz por el Parlamento británico, las carreras hípicas de Ascot y uno de los clubes más aristocráticos. El libro resultante, Promenades dans Londres (1840), es una diatriba feroz y despiadada —a veces excesiva— contra el sistema capitalista y la burguesía a quienes Flora hace responsables de la espantosa miseria, la explotación inicua del obrero y el niño, y de la condición de la mujer, obligada a prostituirse para sobrevivir o a trabajar por salarios misérrimos comparados con los ya modestísimos que ganan los hombres. El libro, dedicado "a las clases obreras", a diferencia de lo ocurrido con sus memorias del viaje al Perú, fue acogido en Francia con un silencio sepulcral en la prensa bien pensante y sólo mereció reseñas en unas escasas publicaciones proletarias. No es de extrañar: Flora comenzaba a meterse en honduras y a enfrentarse esta vez a descomunales enemigos.
También el viaje a su detestado Londres la devolvió a Francia transformada. Porque en la capital de Gran Bretaña Flora no sólo vio niños de pocos años trabajando en las fábricas jornadas de catorce horas o sirviendo penas de prisión junto a avezados delincuentes o muchachas adolescentes a las que, en los burdeles de lujo, los poderosos hacían beber alcohol con inmundicias para verlas vomitar y caer exánimes a fin de distraer su aburrimiento. Vio también las formidables manifestaciones públicas del movimiento cartista, sus recolecciones de firmas en la calle, la manera como se organizaba, por distritos, ciudades y centros de trabajo y asistió, incluso, con audacia característica, a una reunión clandestina de sus dirigentes, en un pub de Fleet Street. Gracias a esa experiencia concibió una idea, de la que nadie le ha reconocido aún la autoría, y que sólo seis años más tarde, en 1848, Carlos Marx lanzaría en el Manifiesto comunista: que solamente una gran unión internacional de los trabajadores de todo el mundo tendría la fuerza necesaria para poner fin al sistema presente e inaugurar una nueva era de justicia e igualdad sobre la tierra. En Londres llegó Flora al convencimiento de que las mujeres serían incapaces por sí solas de sacudirse del yugo social; que, para lograrlo, debían unir sus fuerzas con los obreros, las otras víctimas de la sociedad, ese ejército invencible del que ella había vislumbrado la existencia futura en los pacíficos desfiles organizados por los cartistas de millares de proletarios en las calles londinenses.
La utopía particular de Flora Tristán está resumida de manera sucinta en L'Union Ouvrière (1843), el pequeño libro que, como no encuentra editor que se anime a publicarlo, edita ella misma, por suscripción, recorriendo las calles de París y tocando las puertas de amigos y conocidos, como se ve en su correspondencia y en el Diario que llevó durante su gira por el interior de Francia, y que sólo se publicaría muchos años después de su muerte, en 1973. El objetivo es claro y magnífico: "Donnez à tous et à toutes le droit au travail (possibilité de manger), le droit à l'instruction (possibilité de vivre par l'esprit), le droit au pain (possibilité de vivre completement independent) et l'humanité aujourd'hui si vile, si repoussante, si hypocritement vicieuse, se transformera de suite et deviendra noble, fière, indépendente, libre! et belle! et hereuse!" ("Dad a todos y a todas el derecho al trabajo —la posibilidad de comer—, el derecho a la instrucción —posibilidad de vivir por el espíritu—, el derecho al pan —posibilidad de vivir del todo independiente— y la humanidad hoy tan vil, tan repugnante, tan hipócritamente viciosa, se transformará en el acto y se volverá noble, orgullosa, independiente, ¡libre!, ¡bella! y ¡feliz!") (Le Tour de France, ii, p. 192).
Esta revolución debe ser pacífica, inspirada en el amor por la humanidad e impregnada de un espíritu cristiano que (como quería Saint Simon) rescate la generosidad y la solidaridad con los humildes del cristianismo primitivo que la Iglesia Católica luego traicionó y corrompió identificándose con los poderosos. Hasta Dios es reformado por Flora Tristán: se llamará Dioses (Dieux), en plural —pero seguirá siendo un ente singular—, pues el ser divino "es padre, madre y embrión: generación activa, generación pasiva y el germen en progreso indefinido". La revolución no será nacionalista; desbordará las fronteras y tendrá un carácter internacional. (Ya en su primer folleto, Flora proclamaba: "Nuestra patria debe ser el universo.") El instrumento de la transformación social será ese ejército de trabajadores laico y pacífico, la Unión Obrera, donde hombres y mujeres participarán en un plano de absoluta igualdad, y que, mediante la persuasión, la presión social y el uso de las instituciones legales, irá transformando de raíz la sociedad. Esta Unión debe ser poderosa económicamente a fin de emprender, desde ahora, algunas reformas sociales urgentes. Cada obrero cotizará dos francos anuales y como hay ocho millones de obreros en Francia, eso significa un capital de 16 millones con los que, de inmediato, se iniciará la apertura de escuelas para los hijos y las hijas de los proletarios, los que recibirán una educación gratuita e idéntica. La Unión, a la manera de los cartistas británicos, exigirá que la Asamblea Nacional admita en su seno a un Defensor del Pueblo —pagado por aquélla— para que luche desde allí por la aprobación de las medidas revolucionarias: el restablecimiento del divorcio, la abolición de la pena de muerte, y, la principal, el derecho al trabajo, mediante el cual el Estado se compromete a garantizar un empleo y un salario a todos los ciudadanos sin excepción. A la manera de las falanges o falansterios ideados por Charles Fourier, la Unión creará los Palacios Obreros, complejas unidades de servicios múltiples, donde los trabajadores y sus familias recibirán atención médica, educación, podrán retirarse a pasar una vejez segura y protegida, donde se prestará socorro, consejo e información a toda víctima, y donde quienes dedican largas horas del día a trabajar con sus manos podrán disfrutar de la cultura y educar su espíritu.
Que en nuestros días algunas de estas aspiraciones parezcan haberse logrado a través de la Seguridad Social, no debe desdibujarnos el carácter atrevido, casi quimérico, que ellas tenían a mediados del siglo XIX, como se comprueba en las críticas y reservas que los mismos obreros manifestaron frente a las ideas de Flora, pues les parecían poco realistas. Pero ella estaba convencida de que no había obstáculos que la voluntad, la energía y la acción no pudieran vencer, pues en su personalidad coexistían, en infrecuente alianza, una soñadora romántica, capaz de abandonarse a la fantasía más desconectada de la realidad, y una activista formidable, con una contagiosa capacidad de persuasión y una vehemencia que se llevaba de encuentro todas las dificultades. Desde que concibe su proyecto de la Unión Obrera, en 1843, hasta su muerte, poco menos de dos años más tarde, Flora Tristán es un verdadero volcán que crepita una actividad incesante y versátil: en vez de los artistas y escritores de antaño, su piso de la Rue du Bac se llena de obreros y dirigentes de mutuales y asociaciones de gremios, y sus salidas son a talleres y publicaciones proletarias y a celebrar reuniones interminables, a veces de encrespadas discusiones, contra quienes objetan sus ideas. No debió ser nada fácil, para una mujer, poco experimentada en ese quehacer y desconocedora del medio político, desenvolverse en esos ambientes proletarios desacostumbrados a que una fémina irrumpiera en actividades que hasta ahora habían sido sólo varoniles, y que lo hiciera con tanta fuga y reciedumbre. Pero advertir que entre los obreros también abundaban los prejuicios burgueses y las actitudes discriminatorias contra las mujeres (de los que participaban a veces las propias proletarias, alguna de las cuales la agredió creyendo que estaba allí para seducir a su marido) no la arredró ni entibió su prédica, ni ese aliento místico, de redentora, con que promovía su cruzada unionista.
Así inicia, en abril de 1844, su gira propagandística por el centro y el sur de Francia, que debía ser sólo la primera parte de un recorrido por las otras regiones del país y luego por toda Europa. Ese organismo debilitado por la enfermedad, y con una bala alojada en el pecho, que en el curso de las ciudades que recorre encuentra a su paso innumerables obstáculos —entre ellos la hostilidad de las autoridades, que registran su cuarto de hotel, confiscan sus pertenencias y prohíben sus reuniones—, sólo resistirá ocho meses, hasta el fallecimiento, en Burdeos, el 14 de noviembre de 1844. Pero en el curso del recorrido la personalidad de Flora Tristán se agiganta y, a medida que lleva su evangelio social, además de a los obreros, a los prohombres del establishment — obispos, empresarios, directores de diarios—, convencida de que la fuerza persuasiva de sus ideas ganará también a los propios explotadores para la justicia social, resulta cada día más conmovedora, hasta el trágico final, que interrumpe, a sus 41 años, una de las trayectorias vitales más ricas en colorido y más admirables en un empeño que, aunque lastrado por el mal del siglo —el sueño utópico—, constituye un antecedente muy valioso a la vez que un primer paso importante en la lucha por los derechos de la mujer y por una sociedad donde hayan sido erradicadas toda forma de discriminación, explotación e injusticia.
No hay mejor introducción a la vida y a la obra de esta mujer extraordinaria que Flora Tristan. La Paria et son rève, la cuidadosa edición de su correspondencia que ha preparado Stéphane Michaud, profesor de literatura comparada en la Sorbona, presidente de la Sociedad de Estudios Románticos y del Diecinueve y autor, recientemente, de un libro notable sobre Lou Andreas-Salomé, que conjuga la erudición con la claridad expositiva y la amenidad. El profesor Michaud es probablemente el mejor conocedor de la vida y la obra de Flora Tristán, que rastrea desde hace años con obstinación de sabueso y ternura de enamorado. Sus estudios sobre ella y los coloquios que ha organizado en torno a su gesta intelectual y política han contribuido de manera decisiva a sacar a Flora Tristán del injusto olvido en que se hallaba, pese a esfuerzos aislados, como el admirable libro que escribió sobre ella, en 1925, Jules Puech.
Esta nueva edición de la correspondencia, muy ampliada y enriquecida de notas y explicaciones, además de todas las cartas conocidas hasta ahora de la agitadora y muchas inéditas, incluye también un buen número de cartas de sus corresponsales, y una información que sitúa a los personajes, describe el contexto social y político en que fueron escritas y traza los grandes lineamientos de la vida de Flora. El conjunto da una idea intensa y sugerente del tiempo en que ella vivió, de las ilusiones, polémicas y rencillas personales que acompañaron los primeros esfuerzos en Francia para organizar políticamente a los obreros, de la distancia que a menudo separaba la realidad social de las ambiciosas elucubraciones mesiánicas de los utopistas y de la psicología del personaje, que, tanto en sus cartas como en las apostillas y comentarios que escribía en los márgenes de las que recibía, se volcaba entera, sin el menor cálculo.
Hay todavía grandes lagunas en la biografía de la autora de Peregrinaciones de una paria, pero en lo relativo a su vida a partir de su regreso a Francia del Perú, y sobre todo a sus dos años finales, estas cartas trazan un absorbente diseño de su personalidad, que solía mostrarse en sus epístolas con una frescura y sinceridad desarmantes —no escribía para la posteridad, por fortuna—, con todas sus contradicciones y debilidades: realista y soñadora, generosa e irascible, ingenua y pugnaz, truculenta y romántica, temeraria e insensible al desaliento.
Este libro es el mejor homenaje que se podía rendir a Flora Tristán en el segundo centenario de su nacimiento.
— Marbella, julio de 2002

Saturday, March 8, 2008

MARIANA GRAJALES


Mariana Grajales, madre mayor de Cuba
Por María Elena Balán
En la ciudad de Santiago de Cuba, en los albores del siglo IX, cuando el grito independentista sacudía a muchos pueblos de América, vio la luz en 1808, una niña de padres dominicanos, bautizada con el nombre de Mariana.
Sobre su piel dorada, que denotaba su raza mestiza, sobresalían unos grandes ojos soñadores.
Creció la hija de José Grajales y Teresa Cuello, y en ella se fue cimentando el amor a su patria: Cuba.
Con los años, la historia distinguiría a aquella mujer como la madre mayor, que tuvo el privilegio de ofrecer a la causa redentora a diez valientes soldados, cuyas hazañas los inscribirían, junto a su progenitora, en las páginas más gloriosas de las guerras por la independencia cubana.
En 1840, Mariana Grajales tenía 32 años de edad y cuatro niños pequeños, hijos de Fructuroso Regüeyferos, de quien algunos historiadores dicen que murió, mientras estudios recientes señalan que se separó de Mariana.
Tres años más tarde, unió su destino a Marcos Maceo, un valiente venezolano que había emigrado a Santiago de Cuba junto a su madre y hermanos, al calor de la efervescencia revolucionaria suscitada en su país.
El matrimonio fue a vivir a la finca que tenía Marcos en Majaguabo, San Luis, y en 1845 nació el primogénito: Antonio.
La familia fue creciendo sucesivamente, y aunque tenían una casa en la ciudad santiaguera, su residencia fija era en el campo, donde vivían con relativa libertad y no sentían el despotismo hispano y el sistema de castas imperante.
Una familia unida
Con muy buen sentido, Mariana Grajales y Marcos Maceo orientaban a sus hijos en los más altos valores éticos y morales. De manera sencilla, pero firme, iban preparando a sus hijos para enfrentar la vida.
Rodeados de una naturaleza exuberante, en el hogar limpio y honrado, los Maceo hablaban de la lucha protagonizada en Venezuela para lograr la independencia de la metrópoli española.
En ese tema el padre llevaba las riendas de la conversación, y luego en la práctica enseñaba a los muchachos a usar el machete como arma de guerra o a llevar a la obediencia al más brioso corcel.
La dulce Mariana evocaba la guerra en Haití y contaba a sus críos cómo su familia emigró a Santo Domingo y vino a Cuba, buscando un poco de tranquilidad ante los peligros de la lucha armada en su país de origen.
Dulzura y enegía
De pequeños críos se convirtieron en bravos guerreros los hijos de Mariana Grajales. La salita de la casa de Majaguabo fue sustituida por el campamento mambí, y no hubo uno solo de los Maceo y Regüeyferos que no combatiera por la libertad de Cuba.
La madre que dio a luz a aquella pléyade de temerarios soldados sabía ser dulce o enérgica, según las circunstancias.
Tanto Mariana, como Marcos, dieron a los hijos la herencia más digna: ese sentimiento de amor a la Patria que los vio nacer.
Siendo ya una viejecita, cuando sus hijos en el exilio se preparaban para reiniciar la Guerra Necesaria, murió Mariana en Kingston, Jamaica, el 28 de noviembre de 1893. De ella escribió Martí ¨Qué epopeya y misterio hay en esa humilde mujer¨.